lunes, 5 de diciembre de 2011

Patricio Valdés Marín



El discurso filosófico histórico, que buscaba desde sus inicios encontrar la significación y el sentido último de las cosas, partió con gran realismo en la antigua Grecia. Pero al poco andar, seducido por el sentido trascendental que es posible extraer del caos aparente del mundo sensible, introdujo, a partir de los últimos presocráticos, una artificiosa polaridad entre lo uno y lo múltiple, debido justamente a un desconocimiento básico del funcionamiento de las cosas en el universo. La distancia entre los términos de la polaridad fue creciendo entre la inmuta­bilidad de la idea y la mutabilidad del mundo sensible, y en el transcurso del tiempo se ahondó hasta convertirse en la tajante dualidad que incluye los términos irreconciliables de espíritu y materia, y llegar a establecer la imposibilidad de conocer las cosas en sí mismas. Tanto con el racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea no sólo se hizo insalvable, sino que fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.


La realidad y la idea


La filosofía griega imprimió un sello tan característico al discurso filosófico que aún en la actualidad lo caracteriza. Llegó a formular las preguntas más profundas acerca de la exis­tencia y la realidad, del conocimiento y las cosas como jamás antes lo fueron, y aquéllas expresadas posteriormente han sido repeticiones de éstas, ocasionalmente más elaboradas y sofistica­das, algunas veces con novedosos enfoques, otras, con pocas luces, de modo que las preguntas de la filosofía griega han llegado a ser consideradas perennes. Ellos crearon la metafísica y la epistemología cuando opusieron la unidad e inmutabilidad de la idea a la pluralidad y mutabilidad de la realidad sensible, y se preguntaron cómo es posible la relación entre ambos mundos, entre sujeto y objeto, es decir, cómo nuestro intelecto puede o llega a tener ideas o representaciones en general sobre la realidad y qué es entonces la realidad.

No deja de sorprender que algunos hombres preclaros pudieran comenzar a tener conciencia, primero, de que las cosas del mundo pudieran relacionarse causal y naturalmente unas con otras, independientemente de fuerzas divinas y, segundo, que pudiera existir también una relación entre el mundo real y el mundo de las ideas, entre lo que existe alrededor del sujeto y el sujeto mismo. Las preguntas fundamentales, que tenían por propósito explicar la realidad tanto de las cosas como de las ideas, condujeron a la pregunta acerca de qué conocemos, lo que fue originando una epistemología más bien idealista y una metafísica ontológica. Y todo ello ocurrió no sin grandes tribulaciones en algunas rústi­cas pero pintorescas aldeas que tenían por escenario las abruptas tierras que emergían del azul mar Egeo de hace unos dos y medio milenios.

El punto de partida epistemológico elegido desde el princi­pio señaló que la facultad del conocimiento es la razón. Ésta fue concebida como un poder capaz de hasta armonizar los más diversos contenidos de conciencia en la unidad del ser. Considerada de naturaleza espiritual, eleva a los hombres y los coloca en una categoría especial y muy por encima del resto de los seres. Anaxágoras (¿500?-428 a. de C.), en su Naturaleza de las cosas, empieza diciendo: “Al principio todo era confusión, luego llegó la razón y la redujo al orden”. Este juicio resume la creencia griega de que por la razón, las cosas sensibles, sujetas a la mutabilidad y la multi­plicidad, se hacen inteligibles; no sólo entran a pertenecer a nuestro intelecto, sino que éste les impone orden, racionalidad, certeza y, por sobre todo, unidad. El arte griego clásico no es otra cosa que traducir esta idea a la estética, y el caos propio de la naturaleza se lo representó con formas ideales. Las colum­nas de sus templos son representaciones de troncos arbóreos que están coronados por capiteles, frisos y cornisas de ramas, hojas y flores, donde todo identifica lo ideal y la perfección con la simetría y el orden.

Los filósofos posteriores se interesaron mucho por explicar cómo este paso es posible. Aunque su interés era en gran medida científico, no poseían un método empírico para conseguir una explicación más valedera, ni menos una tradición científica que hubiera acumulado suficientes hechos experimentalmente verifica­dos y que los hubiera estructurados en hipótesis y teorías. Algunos indicaron que el paso se debe a la existencia de ideas innatas; otros, al mecanismo de abstracción por el cual el inte­lecto extrae la forma inmaterial y, por lo tanto, genérica de las cosas, dejando junto al objeto sensible lo individual, que es propio de lo material. Mucho tiempo después, en pleno siglo XVIII, algunos más supusie­ron que el paso se debe a la imposición por parte del sujeto de categorías a priori al objeto.

En el fondo de las diferencias de los diversos sistemas filosóficos estuvo la disparidad de explicaciones acerca del “cómo” del conocimiento, es decir, cómo la razón, o más propiamente las facultades cognoscitivas del sujeto, llega a conocer objetivamen­te la realidad. En lo que todos concordaron es que la razón adquiere (si se es realista), o posee de antemano (si se es idealista), una idea inmaterial y universal que representa una cosa material e individual. Lo decisivo fue suponer que el sujeto adquiere, en el acto de conocimiento, la idea, en cuanto unidad inmutable de algo inmaterial, de un objeto, en cuanto multiplici­dad mutable de lo sensible y material.

Es natural que el intelecto humano perciba la realidad como un conjunto de cosas que están en movimiento, cambio y transfor­mación, pues es de ese modo como la realidad se nos aparece. Lo que fascinó a los antiguos filósofos griegos fue intentar descubrir qué permanece inmutable a través del cambio y qué unifica la multi­plicidad. Deseaban capturar la esencia de las cosas en ellas mismas, en la suposición de que ésta es la que precisamente perma­nece inmutable, siendo universal y necesaria. Pensaban que la idea se encuentra despejando lo múltiple y lo mutable para que­darse con la unidad y lo permanente, elementos que pertenecen supuestamente a lo inteligible. Pensaban que lo múltiple y lo mutable opacan la verdad en la suposición de que la representa­ción es anterior a lo representado. Pensaban que el cambio y la multiplicidad, que se identifica con lo sensible de la realidad, no son parte de la esencia de las cosas, aquello que encierra la verdad última. Pensaban, en fin, que la posesión de las esencias inmutables y unificadoras de las cosas produce y garantiza la verdad absoluta, finalidad última del acto de cono­cer.

Aunque fueron los primeros seres en la historia de la humanidad que dieron explica­ciones sobre la multiplicidad cambiante que se observa en la realidad sin recurrir a causas extranaturales de orden mágico o mítico, estos antiguos filósofos prejuzgaron que la mutabilidad y la multiplicidad son signos de imperfección y, por tanto, contra­dictorios con el carácter de la esencia, reputada de eterna, absoluta, única e inmutable. Probablemente, de ellos nos viene el hábito intelectual de sustraer el ente del cambio de modo seme­jante a cómo una fotografía captura la inmovilidad sustrayendo la imagen del movimiento, o tal vez provenga de una característica humana determinada por nuestra capacidad intelectual para rela­cionarnos con el mundo. Así, Aristóteles (384-322 a. de C.) identificaba al ser con el acto y suponía que la tendencia natural de todo cuerpo es el reposo. La capacidad para cambiar, la potencia, es una caracte­rística vinculada con lo imperfecto.

Los filósofos griegos llegaron a adquirir una confianza ilimitada en la razón, facultad que supuestamente puede conocer la realidad objetiva en forma absoluta con la sola afirmación o negación de una proposición referida a la realidad. Supusieron sin crítica alguna que la afirmación o la negación acerca de todo contenido de conciencia suministrado por la experiencia posee un valor absoluto, aplicable con necesidad a todas las cosas simila­res. Al afirmar o negar la razón unifica, confiriendo por ese acto una cierta organización de certidumbre a la diversidad del contenido. Llegar a estas creencias tomó cierto tiempo.

Los primeros pensadores griegos, denominados filósofos por su amor a la sabiduría, comenzaron especulando, más con una perspectiva científica que filosófica, sobre la transmutación de las sustancias consideradas elementales: querían explicar el “cómo” de la mutabilidad y la multiplicidad más que su “por qué”, aunque no estaba ajena la inquietud de responder también esta segunda pregunta. No se sentían conformes con las explicaciones basadas en el capricho de dioses y demonios que intervienen en las cosas del universo para satisfacer sus impulsos, ni en las súplicas o amenazas que los humanos les dirigieran para desviarlos de sus propósitos y guiarlos hacia el propio interés. Suponían que tiene que haber un elemento que sirve de fundamento a la multiplicidad, en tanto que la mutabilidad debe regirse por normas fijas que son posibles conocer.

El primero de estos filósofos, y por tanto de toda la histo­ria de la filosofía, Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.), supuso que el elemento común a todas las cosas es el agua, la que se transmuta para constituir la multiplicidad de cosas; el agua es el elemento inmutable que permanece a través del cambio y que, además, lo explica. Otros pensadores de la denominada Escuela Jónica asigna­ron ese papel a otros elementos o conjuntos de elementos. Tiempo después, algunos de ellos idearon el atomismo: las cosas no pueden seccionarse indefinidamente; en algún momento se tiene que llegar a una partícula indivisible y, por tanto, inmutable. De ahí, Pitágoras de Samos (¿580-500? a. de C) postuló más adelante la composición de los cuerpos basándose en números materia­les o puntos discontinuos de sustancia.

La conclusión que se impuso es que el todo puede ser expli­cado por la composición de las partes. Fueron precursores de la idea del ser: sobre aquellas unidades secundarias se destaca la universalidad primordial de un todo. Aunque el propio Pitágoras estuviera probablemente más interesado en explicar la materia en términos matemáticos cuando percibía que ésta se presenta de manera netamente estructurada, obedeciendo a patrones o leyes claramente determinados dentro de un orden natural intrínseco. Pitágoras estaba fuertemente impresionado por el hecho de que el tono de las notas musicales dependiera de la longitud de la cuerda y que la relación entre los tonos correspondiera a números enteros como factores de las longitudes. En aquel entonces, la idea de que el orden podía derivarse de las ideas se impuso sobre la de que éste podía derivarse de un mundo sensible relacionado matemáticamente, más propio de nuestra actual concepción del universo. En este respecto, Pitágoras se había anticipado a su época.

El paso siguiente del incipiente caminar de la filosofía sufrió una bifurcación. Por una parte, se tomó conciencia de que el todo buscado se identifica no con un elemento material subyacente en las cosas, sino que con la unidad inmutable del ser. Por la otra, la pluralidad y la mutabilidad de la realidad y de la experiencia no se pueden reducir a la nada. Un extremo de esta contradicción lo personificó Parménides de Elea (¿504-450? a. de C.). Él intuyó tan poderosamente la unidad del ser que llegó a identificarlo con lo indivisible, lo inmutable, lo homogéneo y lo inmóvil. En cambio, la multiplicidad y la multiplicidad, que incluyen la realidad sensible, son, en conse­cuencia, mera apariencia. Heráclito de Éfeso (576-480 a. de C.), por el contrario, adoptó la postura contraria. Identificó al ser justamente con la mutabilidad y la multiplicidad. Estaba obsesionado con el devenir de la realidad sensible, de la que, para él, es imposible concebir alguna unidad. Por lo tanto, al asumir la postura en favor de la pluralidad y el movimiento debió renunciar a la unidad inmutable del ser.

De este modo, a poco de la evolución de estas ideas, los filósofos antiguos llegaron a establecer la universalidad primordial del ser; pero enseguida entraron en el dramático problema de la oposición entre la unidad (Parménides) versus la multiplicidad (Heráclito) de la realidad sensible, entre el ser y el devenir, puesto que ambas posturas aparecían siendo verdaderas, pero con­tradictorias. De ahí que la primitiva confianza en la verdad filosófica quedara destruida, y el lugar del pensamiento fuera ocupa­do a continuación por los sofistas, personajes éstos relativistas y escépticos. Sólo hasta el advenimiento de Sócrates (470-399 a. de C.) la filosofía pudo retornar a sus verdaderos cauces.

El sustento de toda la anterior especulación había consistido en la suposición de que la afirmación objetiva necesite tan solo del principio de identidad para que ésta tenga valor absoluto. En el fondo de esta suposición había existido una triple creencia. Primero, que la idea es más real que la realidad sensible que representa. Este punto es de suma importancia para poder comprender en toda su magnitud esta errada creencia que ha gravitado en mayor o menor grado desde entonces en nuestra cultura. La idea pertenece al orden de lo inmutable y lo eterno y, por tanto, de lo absoluto. Segundo, la razón posee la llave que calza exactamente en la cerradura de la idea, sin entrar a preguntarse cómo esta relación es posible. Tercero, la unidad e inmutabilidad inteligible se opone a la multiplicidad espacial y a la mutabilidad temporal de la experiencia, la cual pertenece a un mundo caótico. En conse­cuencia, en la afirmación se supone que los contenidos de con­ciencia se organizan y ordenan, unificándose según pautas racio­nales y lógicas, y toda contradicción exige, por lo tanto, ser superada.

De esta manera, la búsqueda de una solución a la contradic­ción entre lo uno inteligible y lo múltiple de la realidad sensi­ble se instaló en la base del pensamiento filosófico posterior. Todo el esfuerzo epistemológico subsiguiente se centró en tratar de conciliar la unidad de la idea con la pluralidad de la sensación, lo cual pasó a constituirse en el principal problema filosófico. Como veremos, la solución fue metafísica y consistió en proponer forzada e equivocadamente la dualidad espíritu-materia para explicar por qué las cosas de la realidad objetiva tienen una contraparte en la razón, pues el concepto espíritu puede significar también todo lo inmaterial, como es supuestamente la razón y la forma.


Edad antigua


La era de los sofistas empezó a experimentar su ocaso cuando Sócrates procuró encontrar unidades conceptuales cada vez más generales referidas a las sensaciones múltiples. Afirmaba que el conoci­miento es posible gracias a que el alma espiritual es un princi­pio activo y que las ideas existen independientemente de las cosas.

Más tarde, Platón (428-347 ó 348 a. de C.) encontró los objetos de nuestro conoci­miento en las Ideas (logos) inmutables, subsistentes y reales, purgadas de inconsistencia e incertidumbre, y relegó el mundo sensible de lo mutable y lo múltiple a la mera apariencia. Con ello, estaba introduciendo por primera vez en la filosofía el problema de los universales. El mundo consistiría en universales e individuos. Éstos ejemplifican a aquéllos. Existen sillas, gatos, azules individuales, y también, universales ser silla, ser gato, ser azulado. La relación entre universales e individuos es como un original y una copia o imitación. Es una relación de ejemplificación o instanciación. Esta relación no debe ser confundida con la relación de género a especie, que es una relación de un universal a otro de menor jerarquía. El escarlata es una especie del género rojo, y el rojo es una especie del género color.

Preocupado con lo perfecto en la ética y las matemáticas, como la justicia perfecta, la virtud perfecta, el triángulo perfecto, Platón constataba que en el mundo sensible tal perfección no se encontraba. Supuso que estas cualidades perfectas, de las cuales los individuos serían sólo ejemplos, debían existir en algún lugar. Él introdujo la radical dualidad entre el mundo de las Ideas y el mundo de las sensaciones. Existe el mundo de los universales o las Ideas, donde se encuentra el caballo perfecto, el círculo perfecto, la bondad perfecta, y el mundo de las entidades imperfectas, que es el que experimentamos. Para él el concepto es el concepto de algo que es un universal. Mientras el concepto está en la mente, el universal existe en el mundo de las Ideas donde tiene sustento propio, autónomo e ideal. También los individuos que ejemplifican a los universales existen, pero en el mundo sensible. Podrá discutirse la afirmación que ninguna cosa resulta ser tan perfecta como la idea de la misma. Sin embargo, lo impropio fue que Platón diera el siguiente paso, el que fue ilógico e irreal: ninguna cosa de la realidad resulta ser tan real como la idea de la cosa; la idea existe más allá de la razón y la cosa fue disminuida a ser una mera apariencia de la idea. Esta doctrina de la dualidad tuvo desde entonces una general aceptación hasta nuestros días con consecuencias de lamentar.

Poco tiempo después, Aristóteles, rechazando la teoría platónica de dos mundos, creaba un nuevo sistema filosófico, difiriendo sustancialmente de Platón. El mundo de las Ideas no es más que una ficción metafísica. No obstante, él también aceptaba que no sólo los individuos, sino también los universales tienen existencia objetiva e independiente fuera de nuestra mente. Para él el objeto primario de la metafísica es el estudio de la sustancia. Ésta es aquello que existe en sí mismo y no en otro, y el accidente es aquello que tiene existencia como atributo o propiedad en la substancia. Esta distinción no es precisamente como la diferencia que existe en gramática entre sustantivos y adjetivos, pues los atributos son también sustantivos, como también adjetivos: la casa blanca y el blanco. De modo que los accidentes son los atributos de las cosas, entendiendo formas, colores, posiciones, tamaños, pesos, etc. Un universal es un atributo simple que es común a una cantidad de individuos. Los atributos no pueden existir sin individuos de la misma manera como los individuos no pueden existir sin atributos.

Aristóteles quería solucio­nar el problema que Platón había dejado sin resolver, esto es, la manera de cómo la mente llega al conocimiento de la reali­dad sensible. De ahí que afirmara, en primer lugar, que las ideas se originan en las cosas sensibles y son inmanentes a ellas. Las cosas están com­puestas por un principio material que produce la multiplicidad, llamada materia prima, y una cualidad cognoscitiva que conduce a la idea, que es la forma. La inteligencia inmaterial asimila (abstrae) sólo el elemento formal desindividualizado. La forma es lo que impone unidad e identidad a un contenido material cambiante, mientras que la materia aporta la individualidad.

En segundo lugar, la mente, que separa la forma de la materia y la abstrae para conocer, debe ser inmaterial, puesto que el elemen­to material de las cosas no puede asimilado por el intelecto, que tiene una naturaleza inmaterial. El elemento material es extenso y no cabe por consiguiente en la mente. En cambio, la forma es de su misma naturaleza. Ella pasa a ser un contenido objetivo de pensamiento, o esencia.

En tercera instancia, la forma, que junto con la materia, da existencia a una cosa individual, también representa la cosa y pertenece a la razón cuando ésta la abstrae. Ella no está individualizada, ya que está desprovista de materia. Por tal motivo, ella es referi­da al orden absoluto del ser. Un universal no admite diferencias en las cosas que lo poseen como atributo, estando idénticamente presente en éstos. El atributo azul, por ejemplo, no puede ser más claro o más oscuro.

En resumen, en contra de la dualidad platónica, la unidad del ser queda asegurada por la capacidad de la materia (materia prima) para informarse y constituir seres múltiples individuales, y por la capacidad del intelecto para “abstraer” formas y contener ideas universales referidas a la multiplicidad. Los universales existen en las cosas, y no antes, como en Platón. La dualidad forma-materia concebida por Aristóteles fue asimilada a la dualidad mente-materia de Platón, y el nuevo conjunto tuvo un profundo impacto en todo el pensamiento filosófico posterior. Pero no todo el pensamiento de Aristóteles es epistemología. Su preocupación es el devenir. En el movimiento hay una dualidad de materia y forma, de potencia y acto, y la base fundamental de toda su teoría del devenir es el principio: “la materia apetece la forma”. La forma es un factor teleológico que guía todo el devenir. La materia, al ser informada, deja de ser potencia y se actualiza.


Edad media


Después de Aristóteles y hasta la Escolástica, el aporte filosófico no añadió mucho que pueda ser analizado en esta breve obra. Desde la caída del Imperio Romano, durante 800 años, la teología neoplatónica, maniquea y ultramundana de san Agustín (356-430) predominó en el pensamiento de la cultura occidental. Sin embargo, conviene indicar que la dualidad metafísica se convirtió en dualismo moral. En una división de los seres según las categorías de lo bueno y lo malo, muy propio de aquella época oscura y mística, aquello concebido como más inmaterial se identificó naturalmente con la primera categoría y lo más material, con la segunda. La dualidad absoluta se convirtió en dualismo absoluto, incluso más relacio­nado con el maniqueísmo que con el platonismo.

Ya en el siglo XIII, el exponente principal del escolasti­cismo fue santo Tomás de Aquino (1225-1274). Él reeditó al recientemente redescubierto Aristóteles y lo precisó. Primero, el intelecto (intelecto agente) es causa activa del conocimiento, revistiendo con su unidad inmaterial la diversidad y produciendo el universal abstracto; y segundo, los objetos, que son meros datos finitos, están referidos a la unidad absoluta del ser en forma trascenden­tal y analógica, es decir, los seres participan del ser absoluto en cuanto son; esta relación constituye la esencia y la unidad inteligible de los objetos conceptuales.

La Escolástica albergó también al nominalismo. Esta corriente filosófica afirmaba que sólo las cosas individuales existen y todo aquello que tienen en común es el nombre que nosotros les damos. El universal es sólo un nombre, pero lo que nombramos es un individuo o una colección de individuos. Lo que los nominalistas no entendieron es que los universales no están designando cosas, sino que atributos de cosas que éstas tienen en común y que pueden ser compartidas por una cantidad de éstas. Si distintas cosas pertenecen a una misma clase, es porque tienen atributos en común, y estos atributos existen en la realidad, no sólo en nuestras mentes.


El racionalismo


La Escolástica no tardó en entrar en decadencia y tiempo después, ya en la Edad Moderna, Renato Descartes (1596-1650) intentó recons­truir una metafísica según la inalterable y tradicional aspira­ción de conocer la realidad objetiva en forma absoluta. Ocurrió que después del Renacimiento había surgido el problema de si podemos conocer las cosas tal como son, es decir, ¿son las cosas tal como las conocemos? El centro del problema era la cuestión de si la realidad puede ser conocida directamente o, más bien, mediada por nuestras representaciones mentales, esto es, a partir del propio sujeto cognoscente y no del mundo en sí. La realidad había dejado de ser evidente y se había tornado contradictoria. Resultaba entonces que el origen y el límite del conocimiento es el sujeto que conoce y que construye una realidad subjetiva.

Así, pues, el racionalismo le otorgaba un valor extremo a la razón entendida como la única facultad susceptible de alcanzar la verdad. Siguiendo la tradición platónica, los racionalistas afirmaban que la conciencia posee ciertos contenidos o ideas en las que se encuentra asentada la verdad. La mente humana no es un receptáculo vacío, ni una “tabla rasa” como defendieron los empiristas, sino que posee naturalmente un número determinado de ideas simples a partir de las cuales se fundamenta deductivamente todo el edificio del conocimiento. La característica fundamental de estas ideas es la evidencia, pudiendo así servir de fundamento para reconstruir con plena certeza el conocimiento.

Y esta vez, Descartes anhelaba darle al conocimiento el rigor propio de las matemáticas. El criterio universal de la verdad, en el ideal platónico de eterna, necesaria e innata, lo centró, después de dudar metódica y absolutamente de todo, en la intuición exclusivamente racional de ideas claras y distintas, materia de todo conocimiento verdadero. Con inalterable fe en las esencias eternas, se movió desde la duda metódica hacia las verdades absolutas, de las cuales encontró que la primera y más evidente es la de cogito, ergo sum. Ésta, de un subjetivismo absoluto, donde prima el sujeto sobre el objeto y la conciencia sobre el ser, le sirvió de punto de partida para deducir sistemáticamente una metafísica.

A pesar de ser un pensador tan marcadamente mecanicista, Descartes fundamentó su metafísica, no en el ser, sino que en la substancia, la que definió como “aquello que existe de tal manera que no necesita de ninguna otra cosa para existir”. Afirmó la existencia de tres substancias distintas: res infinita o Dios, res cogitans o pensamiento y res extensa o substancias corpóreas, lo cual lo condujo al establecimiento de un acusado dualismo que escindió la realidad en dos ámbitos heterogéneos, lo espiritual y lo corporal o material, aquello que conoce y aquello que sólo posee materia. Ambas substancias son irreconciliables entre sí y están regidas por leyes absolutamente divergentes.

El solo pensar en la existencia de lo inmaterial es razón suficiente para asentar la existencia del alma, que no es otra cosa que el pensamiento, la res cogitans, y que identifica con la conciencia. Por su parte, la res extensa es el ámbito del cuerpo, el que está circunscrito por algún lugar, llenando un espacio. Puede ser sentido por los órganos de sensación y puede ser movido por causas externas. El cuerpo es “espacio lleno”. Esta radical distinción acentuó la dualidad aristotélica y estuvo en el origen de una de las dos corrientes de la filosofía moderna, el racionalismo.

Aunque no fue adoptado por todos los racionalistas (Leibniz, por ejemplo), el mecanicismo fue el paradigma científico predilecto para la mayoría de ellos. Según éste, el mundo es concebido como una máquina, despojada de toda finalidad o causalidad que vaya más allá de la pura eficiencia: todo se explica por choques de materia en el espacio (lleno) y no existen fuerzas ocultas o acciones “a distancia”. El mundo es como un gigante mecanismo cuantitativamente analizable.

Posteriormente, Baruch Spinoza (1632-1677), heredero crítico del cartesianismo, afirmó la existencia de una única substancia, “Deus sive substancia, sive natura”, que le hizo desembocar en una postura panteísta: pensamiento y extensión son atributos de Dios, única substancia existente, por lo que tanto el pensamiento (alma) como las cosas materiales no pueden ser consideradas sino como sus modos, no como entidades independientemente existentes.

Un importante exponente del racionalismo fue Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716). Él adoptó un pluralismo metafísico que afirmaba la existencia de infinitas substancias simples o mónadas caracterizadas por ser inextensas, simples, impenetrables y dotadas de percepción y apetición. La mónada es una cierta energía, fuerza o entelequia (alma) que sigue el orden inexorable de una armonía preestablecida por Dios. Las mónadas contienen ("como semillas") una perspectiva parcial de la totalidad del universo, son un microcosmos en el que se refleja el macrocosmos.

En su libro Characteristica universalis Leibniz escribió, adhiriendo al pensamiento platónico: “... Platón... afirmó que todo auténtico saber se ocupa de lo eterno, y que los conceptos universales o las esencias poseen más realidad que las cosas particulares, las cuales participan del acaso y de la materia y consisten en un eterno fluir. El sentido nos proporciona más error que verdad; el espíritu... se libera de la materia en el puro conocimiento de las verdades eternas y alcanza con ello su perfección. Hay en nuestro espíritu ideas innatas, que nos representan las esencias generales de las cosas; nuestro conocer es, por tanto, un recordar (anamnesis)...” Leibniz distinguió las verdades de hecho de las verdades de razón. Las primeras son como que el día sigue a la noche y la noche al día, pero que no se puede inferir que así será necesariamente, en tanto que las segundas son propias de la matemática pura, la lógica, la metafísica, la moral, la teología natural y la ciencia natural del derecho. Para él las verdades de razón son enteramente ciertas, eternas y necesarias. Señaló que el dibujo de un círculo, aunque nos esmeremos en hacerlo perfecto, no se puede comparar con la idea de círculo, la que supuso innata, y el intelecto debe poseer estas ideas desde la eternidad.


El empirismo


Paralelamente al racionalismo, surgió el empirismo, principalmente en Gran Bretaña. Opuesto a una metafísica de verdades inmutables, eternas, necesarias y universales, el empirismo enfatiza el papel de la experiencia. El conocimiento se limita a la experiencia inmediata de la realidad sensible ligada a la percepción sensorial. El empirismo afirma que las verdades son adquiridas y que únicamente la experiencia sensible decide lo que es la verdad, como también el valor, el ideal, el derecho, la religión. Puesto que la experiencia no tiene término, la verdad nunca concluye, siendo todo relativo. El sentido adquiere hegemonía sobre lo inteligible, lo útil sobre lo ideal, lo individual sobre lo universal, el tiempo sobre la eternidad, el querer sobre el deber, la parte sobre el todo, el poder sobre el derecho.

Juan Locke (1632-1704) abordó, en su Ensayo sobre el entendimiento humano (1650), la problemática del conocimiento humano develada por la duda cartesiana, y desencadenó una contienda en torno a su fundamento, certeza y extensión, lo que imprimió su sello a toda la especulación de los siglos XVII y XVIII. El primer problema que se planteó fue acerca del origen del conocimiento, afirmando con gran sentido común, y contra Descartes, que en nuestra mente no existen ideas innatas, ya que los niños no las tienen y los adultos de diferentes culturas tienen distintas ideas y no tienen otras. Por el contrario, para él la mente blanca, limpia y sin idea alguna, quam tabulam rasam, se provee de éstas exclusivamente por medio de la experiencia. Supuso que todo lo que conocemos lo percibimos primeramente a través de los sentidos como impresiones simples, y luego la experiencia del sentido interno, que es la reflexión, el pensamiento, el razonamiento, la fe y la duda, componentes de nuestra conciencia, las modela y transforma en ideas complejas. Él supuso también que los sentidos perciben ciertas cualidades primarias que son objetivas, como el movimiento, el número y la forma. Pero también los sentidos reciben cualidades secundarias de la realidad sensible, como olores, sabores, colores, sonidos, durezas, temperaturas. Puesto que éstas son eminentemente subjetivas, variando de sujeto a sujeto, Locke renuncia al conocimiento de verdades objetivas y menos absolutas. Por su parte, el conocimiento llega a ser “la percepción de la conexión y conveniencia o desacuerdo y repugnancia de algunas de nuestras ideas,” y la verdad es cuestión sólo de palabras.

Sin embargo, todo el caso levantado por Locke en favor de una idea que proviene de la experiencia sensible se derrumba cuando, analizando lo que él entiende por idea, podemos concluir que no es otra cosa que una representación mental de un objeto sensible, lo que deberíamos llamar más propiamente “imagen”. Una imagen no es en realidad una idea en el sentido de concepto, sino que tan solo una de sus unidades discretas en una escala inferior. Debemos pensar, por el contrario, que una idea es más bien un concepto, una esencia o una parte de una relación ontológica, nociones que Locke expresamente rechaza. Tanto sus cualidades primarias como las secundarias son propiamente “accidentes”, en la terminología aristotélica de la metafísica, y no tienen existencia por sí mismas, sino en la substancia. Incluso la capacidad que Locke asigna a la mente para asociar y combinar ideas simples y producir así ideas complejas que pueden ser: de substancia (cosas individuales que existen), de modo (las que no existen en sí mismo sino en una substancia) y de relaciones (que describen asociaciones de ideas), no logra describir las relaciones ontológicas que la mente genera en su acción.  

Más aún, cuando él se refiere a abstracción, la define como la capacidad para generalizar en un nombre genérico para designar o nombrar de modo más práctico y simplificado los distintos individuos que se asemejan o que pertenecen a una misma especie. Su concepto de abstracción rompe con la abstracción aristotélica en cuanto a captación de la esencia de un objeto, y se queda sin explicar que nuestra mente pueda tener conceptos tan abstractos, como existencia, sustancia, ser, que dejan ya de representar inmediata o directamente los objetos sensibles individuales, pero que él los usa.

Tampoco Locke podría explicar qué es entonces lo que nos distingue de los animales, pues ellos también pueden tener igualmente representaciones mentales de los objetos sensibles y generalizar las imágenes de los individuos de una misma especie. Una cebra no se pregunta si el objeto que percibe es tal o cual leona para decidir huir. Corre para salvar su pellejo apenas percibe cualquier leona en pose agresiva por saber de antemano que toda leona puede atentar contra su existencia. Así, pues, la cebra llega a tener una imagen distinguible y genérica de leona. Una imagen genérica es incluso más de lo que el nominalismo propio de los empiristas estaba dispuesto a aceptar. Y si la cebra pone más atención en el objeto percibido, puede incluso percibir rasgos que llegan a corresponder a alguna leona en particular que ya conoce y cuya imagen guarda en su memoria. Estas imágenes incluyen color, sonido, olor, solidez, fuerza, extensión corpórea, figura, movimiento, peligro, amenaza y otras “ideas simples”, según el listado empleado por Locke.

Otro inglés y también empirista, David Hume (1711-1776), afirmaba tres cuartos de siglo después en su revolucionario libro, Investigación sobre el entendimiento humano, “todas nuestras ideas... son copia de nuestras impresiones...” Siguiendo a Locke, su filosofía se contrae a lo puramente inmanente, imaginario y subjetivo. Distingue en forma más estricta que éste entre impresión e idea (en itálica para designar, en realidad, imagen). La primera son las sensaciones, que son lo que perciben los sentidos en forma inmediata. La segunda son los contenidos mediatos, más débiles y pálidos que las impresiones, pero que constituyen el mundo de lo pensado (en itálica para designar propiamente lo imaginado). Si uno mira un árbol, tiene la impresión de un árbol. Si cierra los ojos, tiene la idea de un árbol. Para él, la idea es una copia débil de la impresión. Razonaba que “si no hay impresiones, entonces no hay ideas”, sin caer en cuenta que se trata de una relación causal entre dos escalas distintas, lo que es imposible.

Proseguía que con el material recibido de la experiencia, podemos efectuar con la imaginación combinaciones mecánicas que ensanchan y enriquecen nuestro conocimiento. Esto se realiza por medio de la asociación de ideas. Hume enumera tres princi­pios de asociación: semejanza (una pintura que vemos lleva en seguida nuestro pensamiento [léase imaginación] al objeto representado), continuidad espacio-temporal (la mención de determinado aposento de una casa nos trae a la mente la idea de los aposentos colindantes), y causa y efecto (cuando pensamos [léase imaginamos] en una herida, pensamos [léase imaginamos] también en el dolor). Posteriormente, en la elaboración de sus ideas, Hume reduce todo el orden del mundo y de la ciencia a la asociación por continuidad del tiempo y el espacio.

La certeza de la asociación es materia de la experiencia. Así, la realidad representada se reduce a esta actividad puramente subjetiva y psíquica, dejando sin correspondencia el objeto representado. Distingue verdades de razón y verdades de hecho. Las primeras son asociaciones de ideas que tienen validez por la pura actividad de la mente y sin referencia a ninguna existencia real, como sería el caso de toda afirmación que se ofrezca con una evidencia intuitiva o demostrativa, como en la geometría, el álgebra y la aritmética. Por su parte, las verdades de hecho nunca son necesarias y no se pueden deducir del conocimiento de la funcionalidad de las distintas cosas. Estas verdades pertenecen a la asociación de causa-efecto donde ambas son enteramente distintas, no pudiendo el efecto descubrirse en su causa, sino que sólo por la experiencia inductiva. La experiencia no es otra cosa que lo que llegamos a asociar en la continuidad del tiempo y el espacio, donde vemos que un evento determinado sigue siempre a otro evento determinado, sin llegar nunca a saberse por qué ocurre esta relación de causa-efecto. Hume afirma que la experiencia es más costumbre y hábito.

Al definir un objeto, no es su contenido real objetivo lo que determina su inteligibilidad, sino que es decidido por los diversos comportamientos psíquicos del sujeto que lo piensa. La verdad de los aspectos objetivos de la realidad se reduce a los sentimientos subjetivos humanos. Hume dice: “La necesidad de una acción cualquiera ya sea de la materia, ya de la mente, no es, propiamente hablando, una cualidad en el agente (objeto), sino en algún pensante o inteligente (sujeto), que puede considerar la acción, y consiste principalmente en la determinación de sus pensamientos para inferir de ciertos objetos precedentes la existencia de aquella acción”. La dependencia de un efecto a su causa no depende de la relación causal objetiva, sino del pensamiento que puede inferir por la experiencia que un efecto deriva de una causa. No existe para él una conexión objetiva entre causa y efecto. El efecto no pude ser deducido de la causa, pues nadie es capaz de decir, sólo con mirar la esencia de una cosa, qué efectos producirá. Decía que “en toda la metafísica no encontraremos representaciones que sean más oscuras en inciertas que las de poder, fuerza, energía y conexión necesaria”. Tanto como critica el concepto tradicional de la metafísica de causa, también critica el de substancia. Para él la substancia no es más que una colección de ideas simples que están unidas en la imaginación y poseen un nombre particular asignado a ellas. La unión proviene de la costumbre.

La noción de “idea”, que era equivalente a “concepto”, con el advenimiento del empirismo comenzó a designar tanto “concepto” como “imagen”. Con Kant y el Idealismo alemán el término “idea” vuelve a referirse a “concepto”.


Kant


Con Immanuel Kant (1724-1804) la filosofía vuelve a ser investigación de los últimos principios. Él intenta obtener una visión sistemática de la totalidad del ser a partir de un principio unitario y hacer una síntesis del racionalismo y el empirismo relacionado con la posibilidad o la imposibilidad de la metafísica y centrando el problema en la razón misma con su conocer. Del racionalismo toma la tesis de que las proposiciones de la ciencia deben tener valor universal y necesario; del empirismo toma la tesis que la ciencia debe interrogar a la experiencia sensible.

Entendimiento y razón

En su Crítica a la razón pura (1781) Kant trata de determinar los fundamentos y los límites de la razón humana. Propuso una doble división, que los enunciados son analíticos o sintéticos y a priori o a posteriori. La diferencia entre los dos primeros estriba en la forma como se les predica verdad: para los analíticos, sólo en función del significado de sus términos, ya que el predicado está contenido en el sujeto; para los sintéticos, en función de cómo es el mundo, puesto que el predicado aporta información que no está contenida en el sujeto; los analíticos, entonces, no nos dicen nada sobre el mundo: son puras tautologías; en cambio, los sintéticos sí hablan sobre el mundo. También hay una diferencia entre cómo se conocen los enunciados: algunos son cognoscibles a priori y otros a posteriori. Los a priori son cognoscibles por un puro ejercicio de la razón, sin necesidad de recurrir al mundo, pues no dependen de la experiencia, teniendo además tales juicios valor universal y necesario. Los a posteriori necesitan, para ser conocidos, que el sujeto recurra al mundo. Lo a priori es necesario (no puede no suceder) y lo a posteriori es contingente (puede no suceder).

Kant había dicho que existen algunos enunciados sintéticos a priori, esto es, algunos enunciados que nos dicen cosas sobre el mundo y que pueden ser conocidos sin recurrir a la observación empírica; y que, como son a priori, entonces son necesarios. Por tanto, para él “el tema capital es qué y cuánto pueden conocer entendimiento y razón independientemente de toda experiencia”. Supuso que los conceptos metafísicos están más allá de la experiencia, siendo juicios sintéticos a priori. Creyó tener fundamentos reales en la naturaleza de la mente humana para admitir la existencia de estos juicios, y consideró que este supuesto descubrimiento constituye la base de la crítica.

El problema propio de la razón pura es, pues, ¿cómo son posibles estos juicios? Kant hace ver que los juicios sintéticos a priori son posibles y de hecho se realizan en el ámbito de las matemáticas y la física pero no en la metafísica. Tal como para Hume el principio de causalidad no es necesario porque se origina en la experiencia sensible, para Kant este principio es ciertamente necesario, pero se debe buscar la fuente de esta necesidad. Como veremos en el capítulo siguiente, el problema de ambos fue desconfiar en que precisamente en la realidad sensible se encuentra esta necesidad; para ellos la influencia de Platón era aún muy fuerte.

Para llegar a demostrar la posibilidad de los juicios sintéticos a priori Kant debió primero explicar qué pueden conocer el entendi­miento y la razón, es decir, cómo los objetos son posibles en el pensamiento: “Si bien todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia, como había afirmado una vez Aristóteles, no por eso se origina todo él de la experiencia”. Y en otro lugar, agrega: “Nuestro pensa­miento se origina de dos fuentes básicas del espíritu: la primera (el entendimiento) es la facultad de recibir las representacio­nes, en tanto que la segunda (la razón) es la facultad de conocer con el pensa­miento un objeto sirviéndonos de aquellas representaciones. Por la primera se nos da el objeto, mientras que por la segunda este objeto es pensado en conexión con aquella representación”. Mientras para Leibniz las ideas y las verdades eternas son objetos ya dados y encontrados por la mente, para Kant y el Idealismo alemán el entendimiento llega espontáneamente a crear el objeto del conocimiento. De este modo, para Kant la sensación entrega lo múltiple y vario, lo caótico e informe. Este material bruto de las impresiones sensibles, que afecta nuestra facultad perceptiva externa, es algo todavía ca­rente de orden, siendo una maraña del sentido, y tiene que ser elaborado y ordenado mediante la forma a priori, la que implica siempre necesidad. Frente a este material nos comportamos pasiva y recep­tivamente. En las formas a priori, en cambio, el espíritu se conduce activo y aun espontáneo.

Si Kant hubiese estado libre de los prejuicios de considerar la realidad sensible como caótica y de adherir a la dualidad espíritu-materia, tal vez hubiera considerado el entendimiento, o pensamiento abstracto, como la facultad cognoscitiva de integrar las imágenes, común a todos los animales y que son las representaciones directas de las cosas sensibles, en ideas o conceptos, y la razón, o pensamiento lógico, como la facultad cognoscitiva de procesar los conceptos en forma lógica. Así se hubiera acercado mucho más al verdadero proceso del conocimiento. Tal como llegó entonces a comprenderse, la distin­ción entre el entendimiento y la razón fue una trampa para la filosofía que siguió: desligar al objeto del conocimiento de la realidad sensible y concebirlo como un conte­nido de conciencia, inmaterial e íntimamente ligado al sujeto.

Por su parte, en contra de la intención de Kant, los juicios sintéticos a priori no pueden existir, siendo ambos términos contradictorios. En el último análisis, o son analíticos o son a posteriori. Por ejemplo, la proposición “lo que tiene forma tiene tamaño” es analítica.

Phenomena y noumena

También Kant distinguió entre phenomena, o las cosas para mí, es decir, como aparecen, y las “cosas en sí”, que llamó “noumena”. Lo que él denomina “cosa en sí” es aquello que, aunque perteneciente a la actividad del pensamiento, no puede traducirse a puros términos cognoscitivos y no es completamente representable como un producto de la actividad del sujeto. Para él existe un mundo real, el de las cosas en sí, que él denomina mundo nouménico. Éste posee una serie de características que no podemos ni siquiera imaginar, y nuestra mente está constituida de modo tal que sólo cierto mate­rial de esta realidad se le presenta, siendo incapaz de conocer­la por entero. En cambio, el fenómeno es únicamente la apa­riencia de la cosa en sí, la que permanece completamente inaccesi­ble al sujeto. El fenómeno es un elemento material que es asumido en el entendimiento por condiciones formales “a prio­ri”. No obstante, estas formas son inmateriales, pues pertenecen al entendimiento, que es inmaterial.

La distinción entre phenomena y noumena corresponde en cierto modo a la que, como vimos más arriba, Aristóteles y, más de un milenio y medio después, los tomistas hicieron entre substancia y accidente. La diferencia entre la distinción kantiana y la aristotélica es que la primera se refiere puramente a las esencias, en tanto que la segunda se refiere al ser existente, para el cual la esencia es sólo una parte, la forma.

Podemos establecer que, en cierto modo, lo que conocemos de una cosa es aquello que se manifiesta de ella, el fenómeno. El “material” que aporta es asumido por nuestros sentidos, los que perciben las cosas según las señales que captan, pues nuestro intelecto, tal como el ojo que está adaptado a captar la gama de radiación más intensa del Sol, ha evolucionado para poder conocer precisamente la realidad como aparece. También para Aristóteles el conocimiento sensible es aquel de los accidentes, estando la substancia oculta de nuestros sentidos. A diferencia de Aristóteles, para Kant la substancia es la cosa en sí, y es reconocida por el intelecto a través de los accidentes o atributos, pues es el sujeto de aquellas otras cosas que le son predicadas tanto en el orden esencial como en el orden accidental.

Filosofía trascendental

Para Kant el conocimiento es trascendental, es decir, estructurado a partir de una serie de principios a priori impuestos por el sujeto que permiten ordenar la experiencia procedente de los sentidos. Resultado de la intervención del entendimiento humano son los fenómenos, mientras que la cosa en sí (el noúmeno) es por definición incognoscible. Siguiendo con la exposición del pensamiento de Kant, el proceso del conocimiento culmina en la unidad suprema de la “apercepción”, la cual produce las representaciones inmateriales del todo, conformando el objeto inteligible. Este forzado y complejo proceso, que transforma lo material en inmaterial mediante la imposición de la forma a priori, obliga a postular un objeto del conocimiento como un contenido de conciencia y separado por completo de la cosa en sí.

Para referirse a la conjunción de lo sensible del objeto y las “categorías” del sujeto, que son las “nociones intelectuales puras”, distintas de las ideas o “nociones racionales puras”, Kant, al parecer experto en neologismos, acuñó también la noción de “esquematismo trascendental”. En primer lugar, el término “trascendental” significaba para Kant “todo conocimiento que se ocupe, en general, no tanto de objetos como de nuestro modo de conocerlos, en cuanto éste ha de ser posible a priori”. Por esquematismo trascendental él entendía la “homogenei­zación de los planos empírico y categorial”. El plano categorial es una permanencia lógico-estructural que fija la variación de lo sensi­ble en relaciones constantes, las formas constantes de represen­tación del mundo lógicamente encadenadas. Por su parte, el plano empírico es una representación, una figura de lo sensible que se diferencia en el tiempo y el espacio. Para Kant tanto el espacio como el tiempo no son inherentes a la relación causal ni siquiera son formas que pertenezcan a la realidad sensible, sino que a la sensibilidad humana, y por tanto, son anteriores a la experiencia; no son conceptos de la mente, sino que intuiciones sensibles a priori.

Su filosofía trascen­dental es la doctrina que estudia la manera de cómo los objetos de la experiencia sensible llegan a ser posibles en el pensamien­to a través de las formas subjetivas apriorísticas del espíritu. El problema latente que debía resolver era que con el mecanismo de su filosofía trascendental y sus categorías enteramente aprióricas, estaba en peligro de alejarse demasiado del mundo real. Decía: “Es pues claro que tiene que haber una tercera cosa que por una parte guarde homogeneidad con la categoría y por otra con el fenómeno, y haga así posible la aplicación de la primera con el segundo. Esta representación intermedia ha de ser pura (sin mezcla de empírico), y, no obstante, por un lado intelectual (espiritual) y por otro sensible (material). Tal es el esquema trascendental”.

El esquematismo refleja también el problema de las relacio­nes entre el determinismo del mundo fenoménico material y la actividad sintética, libre y espontánea de un yo espiritual. Al intentar mostrar que los objetos del conocimiento han de regirse desde el sujeto y por el sujeto, y no al revés, Kant concluyó que estaba provocando una revolución semejante a la que generó Nico­lás Copérnico al cambiar la Tierra por el Sol como centro del universo; también estaba intensificando el subjetivismo cartesiano. Sin embargo, este regirse no significa que en la relación entre sujeto cognoscente y objeto inteligible es posible separar uno de los dos términos, considerándolos como principio único para fundamentar el otro o para fundamentar la relación misma. Para él, en el criticismo está este difícil equilibrio.

La crítica

Kant consideró al esquematismo como el núcleo central de la crítica, que es el análisis y las condiciones del conocer. La crítica fija el límite del conocimiento, lo que significa la imposibilidad de conocer la cosa en sí, el mundo nouménico. El objetivo de esta crítica era entonces mostrar a través de la investigación en cada una de las facultades cognoscitivas humanas cómo es posible una metafísica y en qué sentido. Este intento, como él mismo reconoce, fue abordado por los empiristas, en especial Hume, debido a la crítica de la inducción llevada a cabo. Con la aclaración de que todo lo universal y necesario no puede venir del objeto sino más bien del sujeto, se fundamentó nuevamente la posibilidad de la inducción científica.

La crítica de Kant produce una contradicción: la filosofía se reduce a la actividad misma de la crítica, por la cual se denuncia la imposibilidad de una metafísica filosófica. El pro­blema de la relación entre sujeto y objeto, ligado a la cosa en sí, el cual, a su vez, está encadenado al límite que ejerce la cosa en sí, es decir, a la crítica que parece impedir una filoso­fía total, fue fundamental para todo el pensamiento post-kantiano. El esquematismo se plantea como problema decisivo en el existencialismo y el positivismo. Sobre todo, la preeminen­cia del sujeto en cuanto rector de la actividad sintética entre representación y categoría es el punto con el cual se enlazaría, a continuación, el Idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel.

Una crítica

Parece pertinente hacer aquí un pequeño análisis del pensamiento de Kant para tener una mejor perspectiva en la descripción que he hecho. Desde el punto de vista psíquico, la mente es más compleja y también más simple, pero ciertamente mucho más realista que para Kant. En una teoría realista del conocimiento, se puede distinguir, en primer lugar, los órganos de sensación que reciben del objeto distintas sensaciones. Éstas se estructuran como percepciones. A su vez, las percepciones se estructuran en imágenes. De las imágenes, que son verdaderas representaciones concretas de la realidad, la mente abstrae la esencia y construye conceptos o ideas. Por último, los conceptos pueden ser relacionados lógicamente por nuestro pensamiento racional. La razón es en realidad una facultad de nuestra mente humana que combina lógicamente los conceptos relacionados ontológicamente como proposiciones, posibilitando un conocimiento ulterior que no se encontraba en las representaciones psíquicas.

Las sensaciones, las percepciones, las imágenes y los conceptos son todas representaciones (materiales y objetivas) de la realidad en distintas escalas de la estructuración psíquica-cognoscitiva. Es conveniente explicar lo que entendiendo por abstracción en la construcción del concepto a partir de imágenes e ideas más concretas y particulares. Ésta es una función cognoscitiva de nuestra estructura cerebral por la cual se realizan una serie de operaciones. Primero, consi­dera dos o más conjuntos de imágenes o ideas más particulares. Segundo, los analiza separando sus elementos constitutivos. Tercero, compara los elementos. Cuarto, agrupa aquellos elementos similares en un nuevo conjunto de escala superior. En consecuencia, por la abstracción se agrupan los caracteres comu­nes de diversos conjuntos en un nuevo conjunto que los contenga y que denominamos “idea”, sin importar la cantidad de conjuntos individuales, o representaciones, que lo compongan, pues lo que importa es que el resultado sea una entidad que conforma una unidad discreta de una estructura de escala superior. Nuestra mente es tan ágil que cuando piensa está también imaginando, de modo que una idea no se piensa en “vacío”, sino que va acompañada corrientemente por coloridas imágenes más concretas.

Adicionalmente, en contra del apriorismo kantiano, podemos afirmar que las cosas del universo, en toda su mutabilidad y multiplicidad, no están sujetas al caos, sino que se relacionan entre sí de infinitas y complejas maneras según leyes naturales muy determinadas. De este modo, nuestro intelecto no sólo puede tener representaciones verdaderas de las cosas que correspondan a su realidad, sino que también puede descubrir las relaciones existentes entre las cosas, las que pueden ser verdaderas o simplemente míticas.

Así, pues, podemos afirmar contra Kant que nuestro intelecto puede naturalmente conocer la cosa en sí, y lo puede hacer mediante la relación ontológica que podemos efectuar a partir del conocimiento último de cómo funcionan las cosas. Esta relación ontológica es tan universal y abstracta como la que genera la noción de ser. Pero también podemos afirmar que el punto decisivo no es tanto que podamos conocer las esencias de las cosas, sino que podamos conocer las cosas por sus funciones tanto en su condición de causas como en su condición de efectos. Las propiedades o accidentes de las cosas son en realidad funciones de éstas en cuanto causas respecto a nuestros órganos de sensación que se comportan como efectos en esta relación causal cognitiva. Además, el conocimiento de cómo funcionan las cosas proviene de experimentar y observar las cosas, el conocido ensayo y error de los conductistas. Un conocimiento más objetivo deriva del conocimiento de las relaciones causales que la ciencia empírica descubre en su actividad y que traduce en leyes naturales.

Si para Kant el conocimiento es una actividad desde el sujeto y por el sujeto que rige los objetos gracias a las formas a priori del sujeto, para esta teoría del conocimiento se trata de una actividad intelectual del sujeto que comienza en el objeto hasta llegar a la idea a través de su capacidad sintetizadora que va estructurando representaciones de escalas cada vez mayores e incluyentes. Las unidades discretas de estas representaciones provienen del objeto, de modo que las representaciones, si son verdaderas, corresponden enteramente con el objeto. El prejuicio kantiano fue oponer radicalmente lo sensible con lo inteligible y suponer que una idea pura nacida de una razón pura no puede estar contaminada por un material sensible lleno de multiplicidad y mutabilidad. Por el contrario, podemos nosotros afirmar que las ideas más sublimes, si son verdaderas, corresponden a esta “caótica” y compleja realidad y derivan de ella. Los juicios metafísicos no son a priori, como insistía Kant, sino que son enteramente a posteriori.


Siglos XIX y XX


Idealismo alemán

Pocas décadas después de Kant, el filósofo alemán Johann Gottlieb Fichte (1762-1814) partió de la razón práctica kantiana y erigió al hombre con valor absoluto en el “yo” como fuente originaria de todo ser cósmico. Vimos que la teoría de la ciencia de Kant pretendió desarrollar el sistema de las formas necesarias de representar y conocer, intentando ser una filosofía primera o una ontología fundamental. Contrariamente a Kant, Fichte quiso trazar los límites del mundo de las representaciones, quitando al “yo” cognoscitivo y volitivo toda frontera y reduciendo al sujeto todas y cada una de las cosas, que lo es todo. Quería salvar la libertad y dignidad del ser humano frente a la naturaleza y la materia. El idealismo, al que adhiere y al que opone al dogmatismo, no admite más que representaciones que él hace emanar del “yo”, con lo cual éste queda libre e independiente. Por el contrario, el dogmatismo, según su comprensión y que pone como la alternativa al idealismo, admite cosas en sí trascendentales al pensamiento, pero priva con ello al “yo” de su libertad y espontaneidad, aparte de que no se puede explicar cómo algo que no es ni espíritu ni conciencia, como sería el material sensible, pueda ejercer un influjo en el espíritu y la conciencia. La espontaneidad del espíritu, que para los idealistas se trata de la razón, es incompatible con la materia y la cosa en sí. El espíritu crea todo conocimiento de la nada, deduciendo todo a priori y sin atender para nada a la percepción.

El espíritu pone en marcha el proceso evolutivo creador del ser mediante la dialéctica, invención del mismo Fichte. La tesis es el comienzo originario de toda conciencia donde el yo se pone a sí mismo “yo soy yo”. La antítesis es el “no yo” que sigue a la tesis como la izquierda a la derecha. La síntesis es el tercer paso del proceso que supera la contradicción y donde se puede reconocer la unidad del “yo” con el “no yo” en una originaria y fundamental subjetividad en el “Yo” absoluto. El devenir se explica cuando la síntesis se torna en una nueva tesis de un nuevo proceso que, así concatenado, no tiene fin. De este modo, con Fichte la deducción trascendental de Kant se convirtió en un puro y total formalismo inmanente del espíritu al oponer radicalmente el espíritu y la materia en una dualidad absoluta. Pero el idealismo de Fichte se erigió sobre una débil base. Que todo sea posición del “yo” y que estemos nosotros encerrados en una infranqueable contemplación de nuestras propias modificaciones es un punto de vista en extremo limitado.

El filósofo alemán Friedrich Wilhelm Joseph von Schelling (1775-1854) también fue idealista. También él afirmó el espíritu como auténtico ser y fuente del devenir. Pero este espíritu es ahora independiente de nuestro “yo”, pues es un espíritu objetivo. Así pasamos del idealismo subjetivo de Fichte al idealismo objetivo de Schelling. Decía que para Fichte no caben más que dos filosofías: el dogmatismo, que admite las cosas en sí, y el idealismo, que no admite sino contenidos de conciencia; y entre ambas filosofías se debe elegir. Schelling quiere sumar los dos puntos de vista, buscando cómo lo objetivo lleva a lo subjetivo y cómo lo subjetivo lleva a lo objetivo.

Para Schelling la naturaleza es el mundo de lo objetivo, siendo más que un producto del “yo”. Se caracteriza porque está sometida a un proceso evolutivo, pues es como un organismo viviente dotado de alma y en crecimiento continuo, como todo lo vivo y animado, y se expresa ascendentemente en formas superiores. Detrás de la vida y el alma de la naturaleza está el espíritu que él identifica con la razón. Las realidades del objeto y de la naturaleza se explican a partir, respectivamente, del sujeto y del espíritu. Asimismo, detrás de la vida y el espíritu se revela la naturaleza. La naturaleza tiene el espíritu como su meta de desarrollo y en el que se contempla a sí misma conscientemente, siendo ésa su tendencia constante, porque siempre es espíritu. En la filosofía trascendental de Schelling el espíritu se objetiva, pues es su propiedad el proyectarse siempre en una representación sensible como naturaleza. Naturaleza y espíritu, objeto y sujeto, realidad e idealidad, son idénticos, pues la identidad penetra todos los aspectos. La naturaleza es el espíritu visible, y el espíritu, la naturaleza invisible.

Schelling, inmerso en el movimiento romántico de su época, asumió una postura extrema de elevar la razón no sólo por sobre la realidad, como es propio del idealismo, sino por sobre los hombres mismos, identificándola con un supuesto espíritu del universo. Con otro filósofo idealista alemán, Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), cuatro años mayor y compañero de Schelling, el Idealismo alemán alcanzó su punto culminante, lo que no quiere decir, su punto brillante. En primer lugar, acometió la empresa de mostrar el ser, en su totalidad, como una realidad espiritual y también como una creación del espíritu. Este espíritu es el mismo espíritu absoluto del mundo que está más allá del objeto y del sujeto, perdiéndose de este modo la antigua concepción del conocimiento donde objeto y sujeto se oponen. La filosofía de Hegel pasa a ser un idealismo absoluto. La idea no es ya el principio del sistema, sino que todo es Idea. Si la función del espíritu es conocer la verdad, lo objetivo es tal como es pensado, que es lo postulado por el idealismo objetivo de Schelling. Pero, buscando salvar la espontaneidad del espíritu, Hegel agrega que el pensar, en cuanto es verdad y se refiere al ser, es el pensar del espíritu del mundo cósmico, identificando lo racional con lo real, o, más bien, negando la distinción entre razón y realidad.

En segundo término, además de espíritu, lo absoluto es actividad por sí misma. En esto Hegel va también más allá que Schelling, quien había identificado el espíritu con la naturaleza. Aquél subrayó el devenir y la evolución de lo absoluto en los pasos necesarios del pensamiento. El espíritu se despliega incesantemente en una progresiva autodeterminación, sin perder por ello ni unidad ni identidad en la multiplicidad, pues resuelve siempre en sí mismo todos los contrarios a través de la dialéctica. Los conceptos, hasta ahora permanentes, pierden su estaticidad. Reeditando a Heráclito, Hegel supone que el ser necesita el devenir para ser, pero especifica que su unidad vence toda oposición y diversidad gracias a la síntesis dialéctica que tomó de Fichte.

Hegel desconfiaba naturalmente de la razón humana como albergue de la Idea Absoluta. Para él las ideas iban progresando mediante una dialéctica histórica. La Historia es “la explicitación del espíritu en el tiempo”. La Razón trascendente penetra la Naturaleza que la misma ha engendrado, aprehendiéndola en el curso del tiempo según la lógica dialéctica. La ver­dad, al establecer sus límites, genera una contra verdad fuera de dichos límites, contradicción que se resuelve en una nueva ver­dad, y a través del proceso dialéctico, la verdad iría surgiendo con mayor certeza en el curso de la historia a través de la conciliación de los contrarios, por lo que en cada etapa dialéctica se estaría generando mayor luz. La filosofía de Hegel se puede comprender como la dualidad espíritu-materia llevada a sus conclusiones lógicas.

El Idealismo alemán se derrumbó repentinamente a mediados del siglo XIX y el lugar fue ocupado por los materialistas y los científicos. El idealismo fue percibido entonces como algo extraño e imposible. Pero el idealismo no murió. Tiempo después renació con Jaspers y Heidegger, quienes se tornaron muy populares a mediados del siglo XX.

Fenomenología

Edmund Husserl (1859-1938), padre de la “fenomenología”, quiso devolverle a la filosofía el estatus científico que habría perdido a consecuencia de la facticidad en la que había quedado sumida por el positivismo de Comte, el psicologismo y el naturalismo de fines del siglo XIX. Él se hizo cargo de la disputa existente ente los neokantianos y los psicologistas o empiristas lógicos. Para los primeros la lógica es una disciplina pura, formal y a priori, siendo el fundamento de las matemáticas, las ciencias empíricas y la propia psicología experimental. Para los segundos el fundamento de las matemáticas, las ciencias empíricas y, por tanto, la lógica, es la psicología, cuyo origen es a posteriori. Sin embargo, esta disputa trata de dos problemas que están en planos distintos. Los neokantianos buscaban las “verdades lógicas”, es decir la validez de los conceptos, proposiciones y teorías lógicas, no en su origen subjetivo que se infiriere inductivamente de hechos particulares de la vida psíquica, sino que por su carácter universal y necesario, a priori, ideal, objetivo y atemporal. Pero no lograron explicar satisfactoriamente cómo se relaciona este ámbito formal e ideal con la mente o psique, que es real, subjetiva, relativa y contingente.  

Para los psicologistas lógicos, las “verdades lógicas” deben poder aplicarse a eventos o hechos particulares, de carácter empírico y real, esto es, al pensamiento cotidiano, a concepciones, aseveraciones, inferencias de personas reales, individuales. De allí infirieron que se originan en tales eventos particulares y que su validez está garantizada por dicho origen. Junto con los empiristas positivistas defendían el carácter a posteriori de las verdades lógicas, obtenidas por inducción o generalización de la experiencia psicológica. Aunque sostenían que la lógica tiene alguna relación con el pensamiento, o la psique, no supieron explicar satisfactoriamente cómo al mismo tiempo se podía detentar evidencia o validez a priori si es que su origen era a posteriori. Ambas demandas parecen necesarias, aunque ambas parezcan excluirse, dando lugar a la oposición entre subjetivismo (relativismo, escepticismo) y objetivismo (eternidad, absolutez). Cada una de las demandas racionales significaba respectivamente explicar cómo interviene el sujeto en el hecho del conocimiento, incluso del conocimiento “objetivo” y a priori, y justificar la validez objetiva del conocimiento, más allá de los sujetos y las perspectivas particulares.

La fenomenología de Husserl sería una actitud crítica y radical para enfrentarse con las cosas –la realidad fáctica que la experiencia entrega–, o también un método del conocimiento para conocer la realidad de una manera objetiva, no quedándose en una mera explicación o descripción de los hechos, como el positivismo, sino adentrándose en las esencias de las cosas, buscando analizar la relación que hay entre los hechos o fenómenos y el ámbito donde se hace presente esta realidad, que es la psiquis o la conciencia. Husserl distingue las cosas mismas de los fenómenos en la conciencia. Las primeras no consisten más que en ser un aparecer, un mostrarse, una manifestación en la que se aparece todo aquello a lo que le atribuimos ser. Pueden ser conocidas a través de la experiencia y conforman el mundo real, que es el conjunto total de los objetos posibles de la experiencia. Pero los fenómenos no se refieren a algo exterior de la mente. No hay ningún noúmeno o cosa en sí detrás del fenómeno, y éste no es apariencia de ser, es decir, no es imagen o representación de algo distinto a su propio aparecer. Se conocen mediante una intuición esencial, pero no por la intuición sensible o la experiencia. Se encuentran en el ser autárquico de un individuo, constituyendo lo que él es. El aparecer tiene lugar en la conciencia y ésta no puede ser concebida como un ente o substancia determinada, ni siquiera como un ámbito en el cual aparecen las representaciones que concuerdan o no con las cosas exteriores. Husserl, se apoya en ciertos presupuestos ya postulados por su maestro Franz Brentano (1838-1917). Así, la conciencia es entendida como una referencia a, un dirigirse hacia algo –que es lo que se aparece– que no es ella misma, sin aparecerse jamás la propia conciencia. Atenerse a las cosas mismas, a lo que se muestra ello mismo supone, por un lado, despojar todos los elementos extraños y añadidos no sólo al fenómeno, sino a la conciencia misma. La fenomenología es una depuración. Husserl escribe, “la conciencia es huidiza; se dirige a las cosas sin posarse jamás y sin mostrarse ella misma. Pero no oculta ni falsifica aquello que se le aparece, el fenómeno. Antes bien, lo desnuda de ropajes recolectando su verdadera esencia.”

Para Husserl, la conciencia es intencional porque siempre tiende (tender en latín se dice intentio) hacia algo, constituyendo al objeto como objeto y descartando su existencia extramental. Lo que vemos no es el objeto en sí mismo, sino cómo y cuándo es dado en los actos intencionales. El conocimiento de las esencias sólo es posible obviando todas las presunciones sobre la existencia de un mundo exterior y los aspectos sin esencia de cómo el objeto es dado a nosotros. Este proceso fue denominado epokhé por Husserl y se le caracteriza por poner entre paréntesis la existencia de las cosas, lo que se supone como “ya sabido”, para así intentar llegar a las “esencias”, es decir, va a las cosas mismas. La intencionalidad no una propiedad de los actos psíquicos, sino la estructura misma de la conciencia. A partir de Descartes la filosofía se convierte en una filosofía de la conciencia. En efecto, el cogito (yo pienso) se transforma en el punto de partida de todo filosofar desde el cual se intenta alcanzar el mundo real. La filosofía de Husserl es pues también una filosofía de la conciencia, pero de la conciencia intencional. Esto significa que la conciencia, lejos de ser una cosa o un ámbito vacío, es una relación a un objeto. Más tarde introduce el método de reducción fenomenológica para eliminar la existencia de objetos extramentales. Quería concentrarse en lo ideal, en la estructura esencial de la conciencia. Lo que queda después de esto es el ego trascendental que se opone al ego empírico. Lo que esta filosofía estudia son las estructuras esenciales que hay en la pura conciencia, el neomata, y las relaciones entre ellos.  

Husserl llamará “nóesis” al acto psíquico individual intencional de pensar y “nóema” al contenido objetivo intencional del pensamiento. Distingue entre los actos mediante los cuales la conciencia tiende hacia su objeto y que tiene distintos modos de ser representados y al contenido de esos actos o término de la referencia. El primero es la nóesis, que es un acto subjetivo de la conciencia. El segundo es denominado nóema, y es un aspecto objetivo de la conciencia. Es el nóema el que valida y explica la nóesis. Esta distinción se basa en que el contenido es independiente del acto de pensamiento. Husserl entenderá a la conciencia como “conciencia pura” cuando ésta se halla reducida por reducción fenomenológica y llamará luego “trascendental” a todo aquello que se refiere al ámbito de la conciencia pura por oposición al ámbito del mundo empírico. Con esto él propone una “lógica pura”, esto es, una lógica independiente de toda experiencia e incluso de la psicología. En definitiva, esta lógica no es otra cosa que la intelección de las esencias y de las conexiones ideales entre esencias. De esta manera, Husserl sitúa a la ciencia en el ámbito de las esencias y su fenomenología retorna a una suerte de platonismo.

El meollo del problema de Husserl –y también el de sus antecesores– es que él no logró explicar cómo la mente puede conocer los objetos, pues carecía de las evidencias científicas que en la actualidad poseemos, ni qué naturaleza tienen las representaciones mentales. Este problema fundamental de la filosofía es epistemológico. Para responderlo se debe formular una teoría del conocimiento de acuerdo al los conocimientos científicos contemporáneos en los campos de la neurología y la psicología y conforme a una teoría universal del ser. Una teoría del conocimiento basada en la existencia de sucesivas escalas incluyentes de estructuraciones que va desde las sensaciones de señales que provienen de los objetos hasta la estructuración de conceptos podrá verse en mi libro La llama de la mente (ref. http://llanamente.blogspot.com). Una epistemología que analiza las estructuraciones del pensamiento lógico y abstracto podrá verse en mi libro El pensamiento humano (ref. http://penhum.blogspot.com).

Existencialismo

El filósofo existencialista alemán, Karl Jaspers (1883-1969), quiso dar una explicación de la existencia. Según él el ser humano tiene ante sí la realidad del mundo que es primeramente la existencia de los objetos reales que ocupan las ciencias particulares. El no filósofo toma esta existencia como cosa evidente y aproblemática. Pero desde una perspectiva filosófica, se puede advertir que no se ha dado una visión uniforme y unitaria de la realidad, pues siempre se absolutiza una parte que se toma por el todo. Así, el positivismo considera lo cuantitativo-mecánico como si fuera todo lo real, y el idealismo hace lo mismo con el espíritu. Además olvidan que los contenidos de conciencia no tienen validez universal, pues el hombre piensa “existencialmente”, donde cada concepto tiene su sello de singularidad incomunicable e insustituible. Sin embargo, para no caer en la condena de la fenomenología contra el relativismo y el psicologismo, Jaspers no osó relativizar el pensamiento y disolver la ciencia. Consideró la existencia como un juego combinado de vida y espíritu. De este modo, si sólo se salva la vida, se cae en una ciega brutalidad, y si sólo se salva el espíritu, se llega a un universalismo vacuo. Los dos polos de la existencia son, por tanto, razón y existencia. Ambos son inseparables, pero distintos. La razón ilumina la existencia y la existencia llena de contenido la razón. Sin embargo, el mero hecho de saber no explica la existencia. Ésta, como síntesis de vida y espíritu, es propiamente una actitud, un comportamiento para consigo mismo. El esclarecimiento de la existencia no es conocer objetos, sino que es una llamada a las propias posibilidades. El ser humano existencial no puede petrificarse en ninguna verdad dogmática, sino que debe estar constantemente abierto y dispuesto a aprender, pues no hay verdades definitivas. La verdad consiste en existir.

Martín Heidegger (1889-1970) propugnó una refundación de la metafísica, destruyendo la precedente. Según él, ésta puso siempre un determinado ente en lugar del ser en cuanto tal. En Descartes este ente fue la res extensa; en el idealismo, fue la idea. Quería que la metafísica fuera una auténtica ontología fundamental. Para ello, comenzó haciendo una interpretación del ser existente (Dasein), y precisamente del existente humano. Fue el mismo punto de partida de Kant que Heidegger toma como evidente. Pero ese Dasein no es ya conciencia, sino existencia, la que interpreta como “estar ahí”, en el tiempo y en el mundo, pero siendo anterior. Pensar es sólo un modo de existir del existente, con lo que se sitúa más allá del idealismo y el realismo. Todo ente es existente, pero en un tono no ontológico, sino que antropológico, ético, psicológico, pesimista. Heidegger cobró fama de filósofo de sentido trágico, pero, en realidad, su tema de filósofo no fue ni el ser humano ni la existencia, sino única y exclusivamente el ser. Quiso establecer que el ente no está jamás sin el ser. Lo que existe es el ser. El ser humano es sólo sujeto en cuanto que, lejos de ser él Logos, es aquello que se encarna en el Logos, en la suma del ser, adicionándose a sí mismo a dicha suma. El ser humano no es, por tanto, el ser, ni el amo del ser, sino sólo el “custodio” y el “pastor” del ser. El ser otorga sus gracias en el pensamiento y el lenguaje del ser humano. Mientras otros consideran al ser humano como substancia, en Heidegger es pura “ex-sistencia”, vacío tanto de naturaleza como de esencia. La esencia del ser humano es su no subsistir en sí mismo, es decir, su incomprensibilidad desde el punto de vista de la substancia. Heidegger está en contra del subjetivismo tanto de la metafísica de las esencias de la tradición platónica-aristotélica como del Idealismo alemán, pues para éstos la esencia se presenta como función del sujeto, siendo, por tanto, antropocéntrico. Habría que preguntarse si el “ser” de Heidegger es en realidad algo más que el “ente”. Su impreciso lenguaje no logra aclararlo. Para tan ambicioso comienzo, la única respuesta que Heidegger consigue concretar a la cuestión del ser es que “es él mismo”.

Empirismo lógico

Paralelamente al existencialismo, en la primera mitad del siglo XX se desarrolló el empirismo lógico, que fue una natural continuación del empirismo de Hume. No sólo rechazó toda metafísica por ser no sólo inútil y contradictoria, como la entendió el positivismo del siglo XIX, sino desprovista de significado. Con una patente inhabilidad para aquilatar la capacidad humana para abstraer y estructurar conocimiento en escalas superiores los problemas metafísicos fueron considerados como pseudo problemas y sus enunciados, como meras proposiciones gramaticales que carecen de verdadero sentido, pues aquello que puede ser verdadero sólo puede relacionarse con lo inmediatamente sensible y empírico. En el punto de partida sensista y empírico y en la aversión de la metafísica coincidieron el empirismo lógico y el positivismo clásico. El primero difirió del segundo en la aplicación sistemática de un método propio, el análisis lógico del lenguaje, siendo éste el único campo que le reconoció a la filosofía. Lo que interesa fue la significación del lenguaje. Los enunciados significativos se dividen en analíticos y factuales. Los primeros nada dicen sobre la realidad; los segundos son rigurosamente empíricos y a posteriori. Aunque el empirismo lógico fue rechazado en sus mismos términos, su influencia perduró en lo que se conoce como filosofía analítica.

El empirismo lógico, también llamado positivismo lógico, es una corriente en la filosofía analítica que surgió durante el primer tercio del siglo XX, alrededor del grupo de científicos y filósofos que formaron el célebre Círculo de Viena. Si bien los empiristas lógicos intentaron ofrecer una visión general de la ciencia que abarcaba principalmente sus aspectos gnoseológicos y metodológicos, tal vez su tesis más conocida es la que sostiene que un enunciado es cognitivamente significativo sólo si, o posee un método de verificación empírica o es analítico, tesis conocida como “del significado por verificación”. Sólo los enunciados de la ciencia empírica cumplen con el primer requisito, y sólo los enunciados de la lógica y las matemáticas cumplen con el segundo. Los enunciados típicamente filosóficos no cumplen con ninguno de los dos requisitos, así que la filosofía, como tal, debe pasar de ser un supuesto cuerpo de proposiciones a un método de análisis lógico de los enunciados de la ciencia. Sin embargo, pensadores como, el físico israelí David Deutsch (1953- ), han señalado que el empirismo lógico encierra un conflicto inmediato con sus propios términos. Esto es debido a que la tesis mencionada del significado por verificación no sería según el propio criterio contenido en él un enunciado cognitivamente significativo, dado que ni puede ser verificado empíricamente (pues no se presta a comprobación experimental), ni es analítico (puesto que no se trata de un enunciado propio del razonamiento matemático).

El empirismo lógico adscribió sin crítica alguna a la doble división propuesta por Kant, que los enunciados son: analíticos o sintéticos y a priori o a posteriori. La diferencia entre los dos primeros estriba en la forma como se les predica verdad: para los analíticos, sólo en función del significado de sus términos, ya que el predicado está contenido en el sujeto; para los sintéticos, en función de cómo es el mundo, puesto que el predicado aporta información que no está contenida en el sujeto; los analíticos, entonces, no nos dicen nada sobre el mundo: son puras tautologías; en cambio, los sintéticos sí hablan sobre el mundo. También hay una diferencia entre cómo se conocen los enunciados: algunos son cognoscibles a priori y otros a posteriori. Los a priori son cognoscibles por un puro ejercicio de la razón, sin necesidad de recurrir al mundo, pues no dependen de la experiencia, teniendo además tales juicios valor universal y necesario. Los a posteriori necesitan, para ser conocidos, que el sujeto recurra al mundo. Lo a priori es necesario (no puede no suceder) y lo a posteriori es contingente (puede no suceder).

Para los empiristas lógicos sólo podemos hablar de cómo es el mundo, y es porque lo percibimos mediante los sentidos. Los enunciados sintéticos acerca del mundo sólo pueden ser a posteriori, es decir, sólo comprobables empíricamente. El sentido de una proposición se determina por las experiencias sensoriales que nos pueden decir si esa proposición es verdadera o falsa. Si el sentido de una proposición se determina empíricamente, entonces para toda proposición con sentido en el lenguaje-físico, como “La Luna es redonda”, hay una proposición en el lenguaje-sensorial que le corresponde. Es decir, la oración “La Luna es redonda” puede reducirse a enunciados como “hay un objeto blanco y redondo en este momento tal que lo llamamos Luna”.

Sin embargo, hay otra manera de conocer el mundo, además de los sentidos, y es a priori, es decir, mediante el razonamiento lógico-deductivo, como las matemáticas, la lógica y los significados conceptuales. Sé que 2×2 es 4, siempre, y no necesito recurrir al mundo. Los conozco de manera a priori, sin experiencia. Pero, como lo conozco sin necesidad de experiencia, entonces no me dice algo sobre el mundo, siendo consecuentemente una proposición analítica. Ésta es verdadera sólo en virtud del significado y de las reglas estipuladas. 2×2=4 es verdadero por los usos estipulados que les damos a los signos '×' e ' = ', además de las reglas que seguimos al darles ese uso, y los significados que les damos a los signos 2 y 4. Por esto, todas las verdades a priori son, para los empiristas lógicos, analíticas. Como son a priori deben ser necesarias, y como todos los enunciados analíticos son tautologías, son siempre verdaderas. Por tanto, sólo se pueden calificar como proposiciones aquellas que son producto de la lógica, la matemática, y también que pueden ser empíricamente comprobadas. Toda otra oración es una proposición ficticia.

El principal problema del empirismo lógico fue que heredó del positivismo inglés del siglo XVIII la incapacidad para distinguir entre las imágenes y las ideas o conceptos, llamando a las impresiones sensibles “ideas”. Este error fundamental ha sido transmitido también a la filosofía analítica. Es crucial comprender que un concepto es una síntesis de imágenes, perteneciendo a una escala estructural superior y haciendo referencia a una multitud de seres individuales o imágenes de éstos. Si no se entiende que las ideas son relaciones ontológicas y únicas unidades de las proposiciones o premisas, entonces no se ha avanzado nada en lógica. Un error no menos importante del empirismo lógico fue suponer que había proposiciones a priori, propios de un razonamiento lógico-deductivo, y desvinculados de la experiencia. Por el contrario, el mundo sensible, es decir, la realidad que nos rodea, es de estructuras, fuerzas y funciones, de materia y energía, de tiempo y espacio. Todo ello es divisible en unidades. Las sensaciones, además de las señales que nos permiten constituir percepciones que nos faculta estructurar imágenes y de éstas, sintetizar ideas, nos proveen también la cantidad, como a cualquier otro animal. Sin embargo, la mente humana, que para nada es pasiva quam tabulam rasam, tiene la doble capacidad para abstraer de la cantidad el número y someterlo a la lógica matemática.

Filosofía analítica

Creer que la filosofía analítica es positivista, es un error. “Filosofía analítica” es un término genérico para un estilo de filosofía que comenzó a dominar en los países de lengua inglesa, en el siglo XX, y se refiere a una tradición de hacer filosofía caracterizada por un énfasis en la claridad y la argumentación, comúnmente alcanzadas a través de la lógica formal y el análisis del lenguaje, y por un gran respeto por las ciencias naturales. En un sentido estrecho, “filosofía analítica” se usa para referirse a un propósito filosófico específico que usualmente se fecha entre 1900 aproximadamente y 1960. El propósito analítico en filosofía comienza con el trabajo de los filósofos ingleses Bertrand Russel (1872-1970) y George E. Moore (1873-1958), quienes desarrollaron un nuevo tipo de análisis conceptual basado en los nuevos avances en lógica.

Los filósofos analíticos criticaban en primer lugar a la metafísica tradicional, en especial la hegeliana, por su creencia que es capaz de dar información acerca de la realidad describiendo cómo es el mundo y presumiendo que esta descripción está formada por proposiciones significativas y verdaderas, y que todo ello es posible básicamente con el recurso de la razón. Para ellos la filosofía no puede ampliar nuestro conocimiento sobre la realidad, pues la única realidad es la empírica. Ellos pensaban en general que la filosofía tradicional no es una actividad legítima, porque los problemas filosóficos son ficticios: no se pueden solucionar por la experiencia. Sostenían que las proposiciones de la filosofía tradicional carecen de sentido; para ellos las únicas proposiciones legítimas son las meramente analíticas o tautologías (el todo es mayor que las partes) y las empíricas (hoy está nublado). Un análisis lógico del lenguaje puede aclarar la confusión de los enunciados de la filosofía tradicional. Sin embargo, creían que existe una forma correcta de hacer filosofía, y se reduce a la aclaración lógica del pensamiento mediante el análisis, debiendo delimitar lo pensable y con ello lo impensable. La filosofía sería el análisis de las proposiciones de la ciencia, que serían purificadas de todo sinsentido y toda metafísica, y fundamentadas en la teoría del conocimiento. Para las dos preguntas fundamentales de toda epistemología ¿qué se puede conocer? y ¿cómo se puede conocer lo que se puede conocer?, su respuesta es empirista: se puede conocer la realidad espacio-temporal, el mundo de los hechos o mundo empírico, y se puede conocer como la ciencia natural conoce: mediante el recurso a la experiencia, es decir, mediante la percepción. A este propósito, que era claramente el de Hume, se añade una dimensión más, la del sentido: el límite de lo que se puede conocer es el límite del sentido, por lo tanto el mundo empírico es el ámbito de la realidad con sentido y el ámbito de lo que se puede pensar y se puede expresar mediante el lenguaje. Para los filósofos analíticos los únicos problemas se refieren a la realidad empírica, por lo que sólo pueden expresarse y solucionarse en el marco de las ciencias empíricas.

A continuación, haré una breve síntesis del pensamiento de dos filósofos de esta tradición que han tenido enorme influencia, Wittgenstein y Popper.

Ludwig Wittgenstein (1889-1951) fue no sólo un filósofo positivista y analítico; su preocupación principal fue la ética, la que incluye también la estética y la teoría de valores, y que subyace en su filosofía. En vida publicó sólo un libro, el Tractatus logico-philosophicus, en 1921. Después de su muerte se publicaron sus Investigaciones filosóficas, en 1953. Según Bertrand Russell su pensamiento se divide en dos periodos: un “primer Wittgenstein” o “Wittgenstein del Tractatus”, que influye en el Círculo de Viena, y un “segundo Wittgenstein” o “Wittgenstein de las Investigaciones”.

El Tractatus intenta explicar cómo funciona la lógica según había sido desarrollada hasta entonces por Frege y Russell. Muestra que la lógica es el andamiaje sobre la cual se levanta nuestro lenguaje descriptivo, que es la ciencia, y nuestro mundo, que es aquello que la ciencia describe por medio del lenguaje. Así, la tesis principal del Tractatus es la estrecha vinculación estructural entre lenguaje y mundo, hasta el punto que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas. Los hechos son estados de cosas, o sea, objetos en cierta relación. Los hechos poseen una estructura lógica que permite la construcción de proposiciones que representen o figuren ese estado de cosas. Así, una proposición es la figura lógica de un hecho. El lenguaje descriptivo representa objetos y está formado fundamentalmente por nombres. Al igual que un hecho es una relación entre objetos, una proposición será una relación de nombres, los cuales tendrán como referencia los objetos. De esta idea tan básica Wittgenstein extrae su teoría de la significación –el sentido– y de la verdad. Una proposición tendrá sentido en la medida que represente un estado de cosas lógicamente posible. Esto no implica que la proposición sea verdadera o falsa. Para que la proposición sea verdadera, el hecho que describe debe darse efectivamente. Si el hecho descrito no se da, entonces la proposición es falsa. Si algo es pensable, se debe formular en una proposición significativa. El pensamiento, que es la figura lógica de los hechos, es una representación mental de la realidad y se rige por la lógica de las proposiciones. Existe una identidad entre el lenguaje significativo y el pensamiento. La realidad es aquello que se puede describir con el lenguaje. Sólo es posible hablar con sentido de la realidad.

Pero si sólo es posible hablar con sentido de los hechos del mundo, ¿qué ocurre con los textos de filosofía y, en particular, con las proposiciones del propio Tractatus que no describen hechos posibles ni hechos del mundo, sino que se refieren al lenguaje y la lógica que rige nuestro pensamiento y nuestro mundo? Hasta aquí Wittgenstein había seguido una epistemología tradicional de corte más bien realista. Lo original es que ahora manifiesta que la forma lógica no puede expresarse en el sentido de que no se puede crear una proposición con sentido en que se describa la lógica, porque la lógica se muestra en las proposiciones con sentido que expresan el darse o no darse de un estado de cosas. La lógica está presente en todas las proposiciones, pero no es dicha por ninguna de ellas. En este sentido, la lógica es trascendental. La lógica establece cuál es el límite del lenguaje, del pensamiento y del mundo. Más allá del límite está lo inexpresable, lo místico. La tarea de la filosofía es llegar hasta los casos límites del lenguaje. Este es el caso de las tautologías, las contradicciones y, en general, las proposiciones propias de la lógica. Análogamente, la ética es también inexpresable y trascendental. La ética, lo que sea bueno o valioso, no cambia nada los hechos del mundo; el valor debe residir fuera del mundo, en el ámbito de lo místico. De lo místico no se puede hablar, pero una y otra vez se muestra en cada uno de los hechos que experimentamos.

Las Investigaciones filosóficas es el principal texto en que se recoge el pensamiento del llamado segundo Wittgenstein. El rasgo más importante de esta segunda época está en un cambio de perspectiva en su estudio filosófico del lenguaje. Si en el Tractatus adoptaba un punto de vista lógico para analizar el lenguaje, el punto de vista de las Investigaciones es pragmático. No se trata de buscar las estructuras lógicas del lenguaje, sino de estudiar cómo se comportan los usuarios de un lenguaje, cómo aprendemos a hablar y para qué nos sirve. El significado de las palabras y el sentido de las proposiciones están en su uso en el lenguaje, por lo que preguntar por el significado de una palabra o por el sentido de una proposición equivale a preguntar cómo se usa. Puesto que dichos usos son muchos y multiformes, el criterio para determinar el uso correcto de una palabra o de una proposición estará determinado por el contexto al cual pertenezca, que siempre será un reflejo de la forma de vida de los hablantes. Dicho contexto recibe el nombre de juego de lenguaje. Estos juegos de lenguaje no comparten una esencia común, sino que mantienen un parecido de familia. De esto se sigue que lo absurdo de una proposición radicará en usarla fuera del juego de lenguaje que le es propio. Una tesis fundamental de las Investigaciones es la imposibilidad de un lenguaje privado. Para Wittgenstein, un lenguaje es un conglomerado de juegos, los cuales estarán regidos cada uno por sus propias reglas. El único criterio para saber que seguimos correctamente la regla está en el uso habitual de una comunidad. Lo mismo ocurre con los juegos de lenguaje: pertenecen a una colectividad y nunca a un individuo sólo.

Existen diferencias entre el Tractatus y las Investigaciones. Mientras que para el Tractatus hay un sólo lenguaje, que es el lenguaje ideal compuesto por la totalidad de las proposiciones significativas –lenguaje descriptivo–, para las Investigaciones el lenguaje se expresa en una pluralidad de distintos juegos de lenguaje –del que el descriptivo es sólo un caso–. El Tractatus define lo absurdo o insensato de una proposición en tanto que ésta rebasaba los límites del lenguaje significativo, mientras que las Investigaciones entiende que una proposición resulta absurda en la medida en que intenta ser usada dentro de un juego de lenguaje al cual no pertenece. De ahí que, para el Tractatus, el significado está determinado por la referencia, lo que equivale a decir que si una palabra no nombra ninguna cosa o en una proposición no figura ningún hecho, carece de significado en tanto que resulta imposible asignarle un determinado valor de verdad. Pero en las Investigaciones se reconoce que en el lenguaje ordinario la función descriptiva es una de las tantas funciones del lenguaje y que, por ende, el dominio del significado es mucho más vasto que el de la referencia. Así, para las Investigaciones, el significado de una palabra está determinado por el uso que se haga de la misma. Así, el criterio referencial del significado es reemplazado por el criterio pragmático del significado. En cuanto a la noción de verdad, el Tractatus manifiesta que la verdad se constituye como la correspondencia entre el sentido de lo representado en una proposición y un hecho. Pero dado que las Investigaciones postula distintos usos posibles del lenguaje más allá del descriptivo, la aplicación del criterio semántico de verdad parece quedar restringida al ámbito del lenguaje meramente descriptivo.

A modo de crítica, diré primero que si bien el mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas, como afirma Wittgenstein, lo es en referencia a las relaciones de causa y efecto que se dan de hecho en la realidad y que podemos conocer mediante la observación y la experimentación para llegar a formular las leyes naturales que las rigen. Sin embargo, estas relaciones no son lógicas ni constituyen alguna estructura lógica. Tampoco están sujetas al análisis lógico, pues responden al modo de funcionamiento de las cosas. Por otra parte, el mundo es la totalidad de las cosas que en nuestra mente, que ya abstraídas como ideas, o entes que se relacionan de modo ontológico. Más exactamente, una cosa puede ser representada en nuestra mente como una idea o concepto y ser también definida por ser ontológicamente parte de una estructura y por poseer una función causal específica. De ahí que en la relación ontológica la cosa tiene referencia con una globalidad –una estructura– de escala mayor, en la cual ella es una unidad discreta, mientras que en su relación causal la cosa es causa y/o efecto. En una segunda instancia, y por tanto en una escala mayor de estructuración mental, de ambos tipos de relaciones –causal y ontológica– podemos llegar a formular proposiciones, las que pueden ser verdaderas o falsas, dependiendo de su correspondencia con la realidad. Estas proposiciones pueden entrar, en una escala aún mayor, a estructurar las relaciones lógicas y ser sometidas a este juego con el objeto de derivar un conocimiento nuevo que no estaba implícito en las proposiciones.

En segundo lugar, diré que lingüísticamente hablando, en gramática la palabra es un sustantivo o un adjetivo cuando la idea representa directamente una estructura, y es una preposición, una conjunción o un artículo cuando representa relaciones de estructuras. En cambio, las palabras que representan fuerzas se agrupan en lo que en gramática se designa como verbo, y aquellas referidas a modificaciones de fuerzas corresponden al adverbio. Podemos advertir que sólo el verbo tiene tiempo; ello se explica porque en la realidad sólo la fuerza actúa en el tiempo. Igualmente, sólo los sustantivos, juntos a sus adjetivos y artículos correspondientes, tienen número, pues las estructuras pueden ser múltiples. También podemos notar que las diferencias entre las acciones expresadas por los distintos verbos se refieren al modo de ser funcional específico de cada estructura particular. Cuando no es una simple identificación o definición de una cosa, toda oración se refiere a una acción e interpreta siempre un proceso mecánico desarrollado dentro de los parámetros espacio-temporales. El lenguaje siempre está referido a nuestra realidad material, aunque sea el fruto de la imaginación más descabellada, pues procede de nuestra experiencia que siempre tiene un origen sensible. Adicionalmente, el sistema de la lengua es en gran medida una estructura llena de prejuicios. No toca el fondo de las cosas, ni es crítico, sino que es mayormente anodino, ambiguo, eufemístico y se mueve en un nivel de ensueño. En consecuencia, si el objetivo buscado es la claridad y la verdad, se debe tener conciencia del material empleado.

Tercero, diré que si para Wittgenstein sólo la lógica es trascendental porque está presente en todas las proposiciones, lo que sí es propiamente trascendental son las características comunes de las cosas o estructuras, como la función y la fuerza, la materia y la energía, el tiempo y el espacio, la causa y el efecto, persona y sociedad, lo que permite la interacción de las cosas y seres en la realidad. Por ser también trascendentales, pertenecen a las relaciones metafísicas que podamos estructurar en nuestra mente.

Karl Popper

Karl Popper (1902-1994) fue filósofo, sociólogo y teórico de la ciencia. Estuvo muy relacionado con el Círculo de Viena, pero nunca se confirmó positivista. Nos ocuparemos aquí de su epistemología. En La lógica de la investigación científica, 1934, Popper propone un criterio de demarcación que distinga y separe en forma tan objetiva como sea posible las proposiciones científicas de las más especulativas, como las proposiciones metafísicas. Mientras Popper estaba consciente del enorme progreso del conocimiento científico, los problemas metafísicos se resistían a ser disueltos a pesar de no mostrar avances significativos desde la Grecia clásica. Para Popper las proposiciones metafísicas pueden tener sentido y es legítimo discutir sobre ellas, discrepando con esto de los positivistas, para quienes dichas proposiciones carecen simplemente de sentido. Esta discrepancia se hizo extensiva a Wittgenstein, con el añadido de que Popper no incluye dentro de las proposiciones científicas aquellas del psicoanálisis y del marxismo, las que para Wittgenstein sí tienen sentido. Este criterio de demarcación no decide sobre la veracidad o falsedad de la proposición, sino sobre si interesa ser discutida dentro de la ciencia.

La búsqueda de dicho criterio de demarcación aparece ligada a la pregunta ¿qué propiedad distintiva del conocimiento científico ha hecho posible el avance en nuestro entendimiento de la naturaleza? Para Popper una proposición es científica si puede ser refutada, es decir, susceptible de la verificación empírica, independientemente del resultado de la prueba. No coincidía con el inductivismo, según el cual cuando una ley física resulta repetidamente confirmada por nuestra experiencia, podemos darla por cierta o, al menos, asignarle una gran probabilidad. Pero tal razonamiento, como ya fue notado por Hume, no puede sostenerse en criterios estrictamente lógicos, puesto que éstos no permiten inducir una ley universal a partir de un conjunto finito de observaciones particulares. Popper abandona por completo el inductivismo en favor de las teorías. Sólo a la luz de las teorías nos fijamos en los hechos. Y si los hechos contradicen la teoría, ésta debe descartarse o modificarse. Afirma que aunque nunca las experiencias sensibles –los hechos– anteceden a las teorías, éstas necesitan de la experiencia –de las refutaciones– para distinguir cuáles teorías son válidas –aptas– y cuáles no.

El conocimiento científico no avanza confirmando nuevas leyes, sino descartando leyes que contradicen la experiencia. A este descarte Popper lo llama falsación. Desde entonces, el concepto de falsabilidad es comúnmente aceptado por la comunidad científica como criterio válido para juzgar la respetabilidad de una teoría. La falsación consiste en que la labor del científico trata principalmente en criticar y refutar leyes y principios de la naturaleza para reducir así el número de las teorías compatibles con las observaciones experimentales de las que se dispone. El criterio de demarcación puede definirse entonces como la capacidad de falsabilidad de una proposición. Sólo se admitirán como proposiciones científicas aquellas para las que sea conceptualmente posible un experimento o una observación que las contradiga. Así, dentro de la ciencia quedan, por ejemplo, la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica y, fuera de ella, el marxismo o el psicoanálisis. En el sistema de Popper se combina la racionalidad con la extrema importancia que la crítica tiene en el desarrollo de nuestro conocimiento, superando la polémica entre empirismo y racionalismo. Es por eso que tal sistema fue bautizado como racionalismo crítico.

Para Popper la ciencia no es más que un conjunto de teorías o hipótesis provisionales que explican causalmente los hechos. Aunque las teorías e hipótesis estén inicialmente sostenidas por evidencias, se deben tratar de refutar para sostener su validez, pues una evidencia contradictoria puede surgir y refutar una antigua teoría y plantear una nueva hipótesis. Todas las ciencias poseen unidad en su método de planteamiento de teorías, ensayo y error, por el que se eliminan las teorías no aptas. Es imposible predecir la historia futura simplemente porque es imposible predecir los descubrimientos científicos futuros.

A modo de crítica a Popper comentaré en adelante lo siguiente: la ciencia no busca solamente elaborar teorías, sino que descubrir principalmente las leyes naturales que gobiernan el universo. Estas leyes son universales y comandan las distintas relaciones de causa-efecto. La ciencia comienza formulando hipótesis, como por ejemplo, el caso de Galileo que se preguntaba si distintos cuerpos caen a una misma velocidad. Una hipótesis consiste en un postulado de hechos observados que aún necesitan su comprobación empírica. Es una proposición con base científica aceptable que sirve para responder de forma tentativa a un problema, siendo más confiable que una conjetura o una opinión. Los experimentos realizado por Galileo demostraron que, en efecto, los cuerpos caen a la misma velocidad, independiente de su tamaño y peso específico.

Una ley científica o natural es una proposición que afirma una relación causal y constante entre dos o más variables y que por lo general se expresa matemáticamente. Un ejemplo de ley es la de la gravitación universal, formulada por Isaac Newton (1564-1642), que afirma que la gravedad es la fuerza de atracción de dos cuerpos que es directamente proporcional a sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa. Las leyes científicas se enmarcan en los siguientes principios:
1) Todo lo existente está regido por leyes naturales.
2) Estas leyes son invariantes en el tiempo y en el espacio.
3) La actividad del científico consiste en describirlas.
4) La existencia de estas leyes es independiente de que la ciencia las describa, o no.
5) Es posible, en principio, conocer la totalidad de las leyes.

La ley de la gravitación universal no explica por qué acontece este fenómeno. Para ello se requiere una teoría científica. Por ejemplo, Albert Einstein formuló una teoría llamada de la relatividad general, que explica la gravitación por efectos geométricos en el espacio-tiempo a causa de la presencia de masa.

A causa de la creciente complejidad de la realidad que la ciencia va develando, resulta necesario recurrir a la teoría. Propongo definir como “teoría” un sistema cognoscitivo-comprensivo de estructura lógica-especulativa en un cierto ámbito de la realidad cuyos argumentos o proposiciones no son datos –como sostiene Popper–, sino que leyes naturales formuladas e hipótesis, cuyo objeto es confeccionar un modelo científico coherente y consistente que explique, interprete, unifique, profundice un conjunto amplio, no tanto de hechos, sino que de relaciones causales observadas, experimentadas y hasta medidas. De este modo, una teoría sirve para distintos propósitos: 1º explicar el conjunto de datos, observaciones, experimentos y experiencias relacionados con dicho ámbito de la realidad; 2º ampliar, corregir y/o sustituir otras teorías de otros ámbitos; 3º hacer predicciones sobre hechos aún no observados ni verificados. La certeza de una teoría está en relación directa a la cantidad de leyes científicas empíricamente demostradas, y en relación inversa a las hipótesis que contenga.

Es erróneo suponer que la argumentación teórica sigue las reglas de la dialéctica de Fichte o los saltos paradigmáticos propuestos por Thomas Kuhn (1922-1996), contradictor de Popper. Según Kuhn, el cambio científico tiene el carácter de revoluciones científicas, que son momentos de desarrollo no acumulativo en los que un viejo paradigma es sustituido por otro distinto e incompatible con él. Por el contrario, pienso que más que sufrir cambios revolucionarios de paradigmas y sustitución brusca de teorías, las teorías corrientemente evolucionan. Una teoría es ampliada y corregida en la medida que se integra mayor conocimiento científico en la forma de leyes naturales, que provienen de las hipótesis que han sido verificadas empíricamente. Ciertamente, una teoría es sustituida cuando se demuestra su incoherencia o inconsistencia. Hay teorías que han sido demostradas falsas, como el lamarckismo o el universo geocéntrico.

Por la naturaleza esencialmente misteriosa del universo, que está más allá de nuestro completo entendimiento, comprensión y conocimiento, siempre una teoría contendrá elementos no verificados empíricamente, además de conceptos elusivos. Puesto que en la teoría como sistema se argumenta con conceptos tan trascendentales como estructura, fuerza y función, materia y energía, espacio y tiempo, persona y sociedad, sólo una nueva metafísica que reflexione más profundamente sobre tales conceptos podrá evitar que la ciencia quede entrampada en teorías que no tienen correspondencia con la realidad en su complejidad. Tal es el caso de la teoría general de la relatividad, que a causa de algunas contradicciones –la masa requerida para un universo curvo– y de la exaltación de la figura de Einstein ha llegado a explicaciones absurdas, como la necesidad de postular materia oscura y energía oscura, similar al caso de observar el movimiento aparentemente errático de los planetas en la teoría geocéntrica de Ptolomeo, para el que se elaboraron también absurdas explicaciones. Una teoría alternativa se puede ver en http://.metrocosmos.blogspot.com. Aunque he invitado a decenas de prestigiosos cosmólogos a leerla, no he tenido el agrado de recibir algún comentario. Tal es la fuerza del prestigio que gravita en la comunidad científica que impide toda objetividad e imparcialidad. Kuhn puede tener razón, pero el cambio de paradigma sería el resultado de la obsecuencia humana.



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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo corresponde al Capítulo 3, “El discurso filosófico histórico”, del libro II, El fundamento de la filosofía, http://fundafilo.blogspot.com.